Las cosas móviles

Quizá el que huye es el que se queda en casa, decía, porque no quiere enfrentarse a la “amarga sabiduría” que dan los viajes. – Paisajeros.

Cuando en el cerebro se ilumina el piloto rojo por estrés, hay un ejercicio por encima de todos los ejercicios que consigue volver a acompasar las cosas. Así, la agitada respiración y la mirada nerviosa, la tensión del cuello y el constante traqueteo de los dedos, cesan. Es un ejercicio muy simple, pero que requiere tanta concentración, que el nervio se deshace. El ejercicio, como aquella canción contra el miedo, es recordar las cosas que me gustan y traerlas al presente con la imaginación. Me encantaría saber las vuestras.

  • El sonido del agua saliendo a borbotones de la manguera negra con líneas verdes que había en el porche de la casa de Villalba. No es como el agua de una fuente, ni como el agua del mar, y tampoco es como la del agua de un grifo. Es un sonido vivo que respira verano, es el ruido de las burbujas líquidas que explotan en cascadas sobre los parterres que regaba la abuela.
  • Hace muchos años, sonidos desagradables condujeron a uno que los salvó: una brocha empapada en pintura naranja ascendía y descendía en irregulares trazos por una pared, dejando su blancura en el recuerdo. A los pies, un perrillo de pelaje grisáceo no para de saltar y morderme los tobillos. Es el sonido de la brocha y del rodillo cubriendo parte a parte el salón con cierta cadencia, el que despeja la tristeza instalada día antes. Qué lejos queda todo eso, y qué cerca del corazón están esos días de verano.
  • Una vez que corté una ensaïmada con un cuchillo en Madrid. El sonido se me ha quedado dentro, porque sobre la mesa había dos platos, dos vasos con café, y en mi cabeza, era un hogar nuevo, era el mío. No el de mis padres, ni el de tantos compañeros de piso, sino el mío, el compartido con mi ex cuando todo iba bien. El crujido de la masa del poderoso dulce mallorquín resuena con ternura: el cuchillo atraviesa la especie de hojaldre hasta encontrar el untuoso cabello de ángel, y sigue otra vez por la masa hasta casi rasgar el papel redondo que hay al fondo.
  • Un día, mi sobrino Robin estaba enfermo. Era pequeño, gordito, rubio y de cara alegre, pero ese día tenía los mofletes colorados por la fiebre y la mirada distraída. En mis brazos, tras acariciarme la barba hasta parpadear de sueño, se quedó profundamente dormido con su cabeza sobre mi hombro izquierdo. El sonido de su respiración pausada, honda y febril, me transporta a ese invierno frío de pijamas de colores, de juegos y de cuentos que suelo inventarme para que siga dormido.
  • Ahí están María y Victoria. Acabo de volver de un viaje muy largo, llevamos un tiempo sin vernos y en Madrid, llueve. Voy abrigado hasta las cejas porque, para variar, he vuelto con alguna décima de fiebre tras experimentar la intensidad de que todo me guste muchísimo en un país al otro lado del mundo. El sonido es la risa de las dos. La de María es cavernosa y estentórea, sale con fuerza y poder, es una carcajada limpia, como de contralto. La de Vicky es aguda y rasgada, es entrecortada y cada vez que suena va a más porque intenta hablar a la vez y su voz se transforma en una bola de risa que cada vez suena más y más alto hasta hacerla llorar.
  • En casa de mis padres, no la de ahora, sino la de antes, la de toda la vida, hay tres sonidos que, por separado, no significan prácticamente nada, pero juntos anunciaban la bienvenida de mamá. El primero, un ruido flojo, muy sutil, muy a lo lejos. Es el ascensor subiendo piso a piso. Mis hermanos y yo nos ponemos en alerta al escucharlo y contamos, grosso modo, cuántas alturas lleva. Se detiene y acto seguido, el segundo ruido: el de unos zapatos de tacón saliendo del ascensor. Suenan con golpes secos y rápidos, de alguien que suele ir con prisa. Clac, clac. Y entonces, viene el tercero: las llaves en la puerta. Como lleva más de una, el resto, las que no entran en la cerradura, chocan entre sí y contra un llavero, que probablemente será una cruz, un rosario, o una plaquita de un hotel de Campanet. Sonreímos, sí, pero al instante la alarma asoma a nuestros ojos: ¿está hecha la comida? ¿Están limpias las habitaciones? ¿Está la mesa puesta?
  • Es gracioso que un llanto sea uno de los lugares favoritos. A pesar del calor pegajoso, las ganas de jarana, los empujones de gente que va y viene por el puerto, a pesar del olor a ginebra menorquina que empapa nuestras gargantas, Ali llora. Llora por borracha, llora porque está sensible, y a la vez emocionada. Llora porque estamos los cuatro junto al puerto de Ciutadella y hemos dicho en voz alta que ni los montes más altos ni las distancias más lejanas nos van a separar. Y como sello del acuerdo, cada uno se pone un anillo de madera robado poco antes en un chiringuito. Ali no para de hipar entre sollozos. Ali emocionada, Carmen contenta, Ale feliz, y yo perdiz.
  • En un pueblo de Granada, hace años, oigo por primera vez las voces de un grupo de gente que el tiempo va a convertir en familia. Cada uno tiene una muy particular y, desde entonces, escucharlas, juntas o por separado, significa exactamente lo mismo: diversión y trabajo, o trabajo y diversión. Grabar los 785 municipios de Andalucía, probar sus recetas más tradicionales y calentar el corazón escuchando más sonidos que hasta ahora, para mí eran absolutamente desconocidos.
  • El roce de la ropa cuando nos abrazamos. Siempre me quedo un microsegundo escuchando cómo la chaqueta entra en contacto con la otra y ambas se deslizan. Suele producirse así un sonido rasgado, de arrastre entre las telas, de fricción, y sabes que da gusto, que te recorre una sensación por todo el cuerpo en la que te quedarías a vivir. Al menos un segundo más. Y si el abrazo es con gente que te importa, para siempre.
  • En Nochebuena, papá alza su copa de champán y dice ‘chinchín’. El sonido del cristal chocando, ese tintineo frágil y cálido a la vez, se cuela más allá de lo que hace el líquido brebaje. Estamos todos, o casi todos, y en las fiestas, que esté Mariana, Juan Pablo, Fernando, Elvira, Ramón, Yvone, María y Rainier es un gustazo. Así que el ‘chinchín’ hablado por papá (y secundado por mamá), acompañado de las copas saludándose con su consiguiente reverencia sonora, me transporta a casa.

Os diría que hay muchos más sonidos, muchas más cosas que se mueven y que al hacerlo, consiguen templar los nervios, relajar las manos y las venas, los ceños y los labios, hasta volver a respirar normal, hasta volver a respirar como toca, primero aspirando por la nariz, y luego expulsando el aire por la boca. Y vuelta a empezar.

¿Qué te parece?